jueves, julio 24, 2014

Día dos. Nos sale cara la hora de poeta.





No hay nada que cohesione más a un grupo que un enemigo común. Llámalo jefe, Mouriño o Carlos Fabra, pero unir, une mucho. Nosotros, a partir del día dos, estamos totalmente cohesionados. Yo nunca pensaba que iba a cohesionar con las señoras de Santander, (que han vuelto) o con un cura periodista sevillano nonagenario. Pero así es. El enemigo común ha resultado ser la licenciada en arte, o en algo. Ella pensará que en mucho. No me supone ninguna sorpresa, se le veía venir.

Yo le estoy muy agradecido. Por ella, al llegar a la cafetería, la conversación aflora sola, sin necesidad de tópicos, ni de recordar que en Santander llueve, y la verdad es que llueve. Por ella casi todos hacemos gestos cómplices cuando habla, resoplamos, nos sonreímos y nos sentimos de la tribu, unidos.

 Es cierto que con un enemigo así Spiderman no tendría ni para una secuencia, pero en fin, aquí, en el curso, en Santander, somos lo que somos. Tampoco se le puede pedir mucha audacia a una gente que lleva la acreditación colgando del cuello hasta en el baño y viene de toda España para oír a un poeta.

Las armas de la enemiga son sus preguntas. Bueno, hablemos con propiedad, sus no preguntas. No suele querer saber nada, sino demostrar lo que sabe. Normalmente sabe nombres de corrientes artísticas. Le gusta repetir “situacionistas”, “fenomenología” y así. Memoria tiene.

La enemiga es muy osada. Dicen que la juventud es osada. Dicen que la estupidez también, y que su mezcla es peligrosa. Cuando el poeta termina una parrafada es capaz de pedir el micrófono y felicitarlo porque le ha parecido que su exposición ha sido buena, y que la ha hilado muy bien. Al poeta, que es en sí mismo una hilación de la historia de la literatura. Me temo que cualquier día le da un azucarillo o le pone un sobresaliente. Otras veces deja caer, casi como un reproche, que no ha citado a tal o cual autor. El poeta pregunta:
–¿Y cuál es la pregunta?
Pero no hay pregunta. Y el poeta sigue, o si ella replica se refugia en su sordera, que es buen cobijo el silencio.

Pero antes de eso pasan otras cosas. Llega un vicerrector (a lo largo de la vida siempre llega un vicerrector) a presentarnos el curso, un día después de iniciado. Ya he dicho que aquí las cosas van a su ritmo.

Alguien se queja de lo pequeño de la sala. Estamos en el comedor de las infantas, pero no de las infantas de ahora, que están desinfantadas, sino de otras.
–Es una sala muy bonita – nos dice el vicerrector, que parece ser un esteta que antepone la belleza al confort.
– Además, sois pocos. El año pasado había más y los mandamos con Juan Manuel de Prada al Faro de la Cerda – nos recuerda, no sé si como una amenaza, y a mí me lo parece y no querría pasar cinco días con de Prada en el faro de una cerda. Ni uno, vamos. Tampoco con la enemiga.

Hoy no sólo llegan tarde los vicerrectores, también los alumnos. Aparece una que se detiene en el umbral porque no hay silla para ella.
–Llega tarde – dice el poeta.
–Sí – reconoce la alumna.
–¿Ayer estaba?
–Sí.
–¿Y sentada? – pregunta el poeta mirando por encima de las gafas hacia la sala, que está repleta de alumnos y falta de sillas, que se han llevado a algún sitio.

Y cuando digo que el poeta mira por encima de las gafas puedo decir dos pares de gafas, porque a veces usa esa acumulación de lentes sobre su rostro “por cuestiones que no viene al caso explicar. “

Descansamos. En la cafetería hay un buen número de militares con uniformes verdes o blancos. Parece que hacen un curso sobre seguridad. Me entran unas ganas inmensas de pedirle unas croquetas a los militares de blanco pero me las contengo. Además, me dan pena, seguro que deben viajar con muchas mudas del trajecito, porque eso se te mancha en nada. El verde es más sufrido, ya se sabe.

Volvemos a clase. El poeta dice que se sabe la Divina Comedia de memoria. La cuestión es que me lo creo. También cuenta que en Italia se ha encontrado con taxistas que se saben fragmentos enteros, y que una vez regresó de Turín con uno que se la sabía también y fueron todo el viaje recitando.
–En España – dice– eso no me pasa.
Y también lo creo. El día que algo así me pase en Madrid el Apocalipsis estará llegando.

Termina la mañana. En el pasillo veo que La Enemiga  está muy enfadada porque el poeta dijo ayer que no había curso por las tardes. Como buena enemiga tiene sus acólitos. Pocos pero fieles. Un chico encogidito y al que probablemente le gusta la enemiga y la quiere imitar pero le sale mal porque sus preguntas sí suelen ser preguntas, pero de poco vuelo, y un señor que nunca sonríe y una señora gallega que después se verá que también es poeta y mucho.

Parece que dicen que el poeta ha cobrado por horas y no les cuadran las cuentas y entonces les sale la hora de poeta muy cara. Y eso que la enemiga está becada, pero da igual, creo que esta mujer podría auditar un soneto. Quieren hablar con el rector. Hoy parece que viene Wert y no lo encuentran. Tengo por seguro que después el rector les hará un hueco. O varios.

Alguien dice que por la tarde, en las actividades, vendrá a dar una charla una premio Planeta. ¿Cómo no ir a ver qué dice la PremioPlaneta?

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