jueves, mayo 20, 2010

Si no le gusta esta realidad tenemos otra, señora

Una gran mente del Ayuntamiento de Madrid a la que no le gustaban las cifras de contaminación en la ciudad decidió que lo mejor era cambiar de sitio las estaciones que la medían. Y así dejaron de tomarse en cuenta las estaciones de aire de Plaza Castilla, la de Atocha o la de Recoletos y se buscaron otras nuevas en las afueras, porque hay que estar al día y como todo el mundo sabe el Ensanche de Vallecas o San Chinarro están ahora muy poblados, si no de gente al menos de carteles de “se vende” que contaminan mucho.

Y gracias a esta inteligente maniobra el aire está un 25% más limpio como supongo todo el mundo habrá notado.


Creo que habría que hacer súper ministro de algo al lumbreras del aire y siguiendo su escuela no sólo reubicar estaciones del aire. ¡Reubiquemos también a la gente que nos fastidia las estadísticas!


Nos llevaríamos a todos los pobres a Rumanía, donde se les notaría menos y a nosotros nos elevaría varios puntos la riqueza. A los parados a Marruecos, que no nos salgan en las encuestas.

Porque lo importante ahora no es qué se pregunta, si no a quién, como he comprobado con dolor cuando me he colado en las fiestas de la pasarela Cibeles y he intentado ligar.


Y si tememos la opinión que de usted tiene su suegra, mejor nos la llevamos a Wichita y no preguntamos nada, que ojos que no saben corazón que no se entera.


El único problema será cuando nos pidan una estadística sobre la confianza que nos inspira la clase política. Para apañar una encuesta así tendríamos que llevarnos fuera a casi todos los habitantes del país y encuestar sólo a gente que sea gente y a la vez y todo en uno, clase política (los hay). Y ni siquiera eso nos garantiza que salgan unas cifras bonitas, ya que puede pasar que ni ellos se fíen de ellos mismos. Porque como un día dijo alguien, parece que ni nosotros somos ya de los nuestros…

miércoles, mayo 19, 2010

Yo he venido aquí a hablar de mi cuento


Un día el gran Umbral fue al programa de Mercedes Milá y montó un pequeño pollo porque había ido al programa a hablar de su libro y allí se hablaba de todo menos de su libro. Yo hoy he venido a este mi blog a hablar de mi cuento, uno más, que escribí hace unos meses, mandé a un concurso (de cuentos, claro) donde quedó finalista.

Finalista es como si a una chica a la que le pidieras salir te dijera: “mira, eres majo, pero no salgo contigo. Eso sí, has sido finalista”. Así se te queda el cuerpo.

Pero en fin, invitaban al evento a los tres finalistas y para Murcia que me fui con la amiga Reinalia.

Y allí estuvimos con las fuerzas vivas de la localidad, los señores y señoras jubilados, los amantes de las letras, el amigo Andrés y en general, con amantes del canapé de todo tipo. Y presentó el acto el señor Joaquín Arozamena, figura legendaria de la televisión patria.

Los cuentos tenían que ser humorísticos pero no sabía que también la entrega de premios debiera serlo. Aunque resulta lógico que así fuera. El señor Arozamena, muy majo, preparó un poema en powerpoint en el que rimaba Alcantarilla (el municipio convocante) con “maravilla” y con otros sustantivos y adjetivos terminados en “illa”. E invitó a todos a leerlo en voz alta. Esto se podría describir de alguna forma pero yo no sé cómo.

Después un majo concejal muy de cultura, creo, quiso responderle al presentador también en verso rimado. Puedo decir que fue breve.

Y yo me traje una escultura contundente que mi madre luce contenta en el salón de casa, un lote de libros, saber que el año que viene el cuento se publica en un libro con los cuentos y poemas de ganadores y finalistas y el buen recuerdo de gentes muy amables. Y algo aprendido. No está bien irse a estos actos con zapatillas.
En la foto tenemos casi todos la postura de los intelectuales, que como todo el mundo sabe consiste en cogerse uno sus propias manos y mirar como si supieras de qué está hablando la gente.

Y ahí va el cuento...


UNA NOCHE EN LA TELE

Estaba en mi piso, intentando ignorar que el universo es caótico y que se me iba a acabar el butano de la estufa cuando recibí la llamada de mi editor.

Te han invitado al programa de Fernando Pérez Voltera. Nos vendría muy bien que fueras para la promoción del libro.

¿Pérez Voltera? ¿Y cómo sería?¿Una entrevista? ¿Yo sólo con él? ¿Él y yo solos? ¿Nadie más? ¿Tú estarías a mi lado?

Tranquilo, tranquilo, es una tertulia con otros escritores, cada uno hablaría un poco de sus libros, sus experiencias.

No sé si podría. Aún no me encuentro muy bien. Mis experiencias tampoco.

Vamos Arturo, llevas ya dos meses sin una crisis, tienes que volver a la vida normal.

Pero no sé, los focos de la tele no me gustan nada, me deslumbran y entonces hago guiños y los cámaras piensan que los quiero seducir…

Podemos decirles que no les den mucha potencia a los focos. Y que no quieres seducir a nadie. Pero olvídate de ir con tirachinas y gafas de sol esta vez.

Yo sabía porqué me invitaban. Que acabara de publicar un nuevo poemario era la excusa pero lo que de verdad buscaban era uno de esos momentos caóticos a los que mi estado mental me había llevado en otros programas de televisión. Momentos que eran carne de youtube, regodeo para los programas de zapping, picos de audiencia nunca vistos en programas culturales. A la gente le hace gracia la idea del artista demente. Les divierte eso de que uno tenga un ataque de ansiedad a mitad de programa y se oculte debajo de su silla. O que te pongas a recitar a Campoamor subido en la calva de ese contertulio que tan mal escribe. O que descuartices en plena emisión el libro de cualquier juntaletras al grito de genocida vegetal. Les intriga la cercanía entre la locura y la creación. No sé porqué no les pasa lo mismo con la locura y la fontanería. El fontanero loco. Eso sí que es creativo. Lo nuestro, puro tópico. Y mentira. Desde la locura no se crea nada, salvo tormento.

Pero Ernesto Bigorroaga, mi editor, tenía razón. Mis crisis parecían superadas. El trastorno obsesivo compulsivo que me llevaba a recolocar constantemente el nudo de mi corbata, había desaparecido. El delirio que me hacía pensar que vestía corbata cuando nunca me he puesto tal prenda, también progresaba. Según mi psicólogo la manía paranoide estaba casi curada, aunque yo sabía que él me decía eso por lo goloso de sus facturas y por su inquina hacia mi poesía. Mi psiquiatra había reducido el arsenal químico con el que me contenía. Ya sólo tenía que ingerir ocho pastillas al día y cuatro caramelos de mentol aunque yo sospechaba que los caramelos de mentol eran medicinas y las pastillas puro placebo. En cuanto a mi psicoanalista seguía insistiendo en que todos mis males residían en que yo me había pasado la infancia enamorado de mi tía Ernestina. Lástima que nunca pude mostrarle una foto de mi tía para desalojar de su cabeza esa loca idea. Y mi chamán … Mi chamán ya no decía nada porque lo habían detenido intentando introducir cocaína en el país, aunque él insistía en que se trataba cuerno rayado de unicornio del Potosí, básico, como todo el mundo sabe, para curar la nostalgia de la Atlántida.

Sí, me encontraba mejor. Y la verdad, quería que la gente conociera mis nuevos poemas porque hay que traer belleza a este mundo y porque quería ganar lo suficiente para instalar calefacción a gas ciudad y olvidarme para siempre del butano. Así que le dije a mi agente que sí, que iba al programa de Pérez Voltera.

Dos días después se pasaba a recogerme en su coche.

-¿Te vas a tomar algo antes? – me preguntó ya en la calle.

–Ya sabes que no bebo desde hace meses.

–No, si decía algo así como un tranquilizante.

– No, no hace falta, estoy bien.

– Ya... Entonces... ¿puedes quitarte el casco? Vamos en coche.

–Vale, pero quita a “Mecano” de la radio – le dije – Me enervan, me enervan. “Ay Dalai”. Esa rima debería tener pena de cárcel.

Y me quité el casco y nos fuimos hacia el estudio.

Es cierto que estaba un poco nervioso pero esas sanguijuelas de la televisión se iban a quedar con las ganas. No daría ningún espectáculo más allá del despliegue de mi verbo. No iban a lograr esta vez que el genio se transmutara en payaso. No conseguirían sacarme de mis casillas, donde quiera que estuviéramos yo y tales casillas.

En la puerta del canal de televisión nos recibió una señorita azafata muy bella. Aunque ella debía saberlo yo le recordé su belleza e hice hincapié en lo armonioso de sus nalgas. Ernesto me miró reprobador, como si acaso un poeta pudiera callarse ante lo sublime. La señorita se puso un poco nerviosa. Nos dijo que esperáramos un momento y nos dejó solos en medio de un pasillo. Al momento vino un azafato a sustituirla y no pude evitar hacer referencia a lo armonioso de sus nalgas. Me dio las gracias y continuamos nuestro camino por pasillos de blancura frigorífica.

Llegamos a la sala de maquillaje, donde una señora me aplicó diversas capas cosméticas mientras yo le comentaba que era una pena que la industria dermatológica no hubiera conseguido aún ningún producto que suavizara sus arrugas. Y llegó Pérez Voltera con su sonrisa grande. Me tendió un abrazo pero yo tenía una bata que me cubría para que los mejunjes del maquillaje no mancharan mi vestimenta, así que no pude corresponderlo. Le dio igual y me abrazó a mí, a la silla y a la bata. Así es Pérez Voltera.

Ya creía que no venías – me dijo.

Cómo no voy a venir a tu programa. Para alguien que habla de libros que no sean suecos – le contesté.

–Aquí hablamos de todos los libros. Hasta de los suecos. Pero hoy sólo de poetas.

–¿Suecos? – pregunté.

–Los poetas no tenéis patria.

–No te creas. Lo que no tenemos son escrituras. Pero patria sí, mucha.

–María, ¿has terminado? Que nos tenemos que ir al plató – le dijo Voltera a la maquilladora.

María dijo que sí y Pérez Voltera sacó de un armario un maletín y se llenó un vaso de agua.

-Un momento, que voy a tomarme mis medicinas.

Y abrió el maletín y comenzó a sacar pastillas. Yo lo miré curioso.

-Son mi elixir de la juventud – me dijoAquí dónde me ves, con mis setenta años, puedo copular durante tres horas seguidas y después hacerme veinte kilómetros en la bici estática. Y a veces hago las dos cosas a la vez.

Yo también tomo pastillas – le dije, para no ser menos. Y le mostré mi cajita, mucho más modesta que su maletín.

Qué bonitas. ¿Para qué son?

Para todo. Dan serenidad, equilibrio. Y los caramelos de mentol ya ni te cuento.

¿Te puedo coger una? Y tú toma alguna de las mías. Será por pastillas.

Hicimos intercambio. A la maquilladora también le dimos porque desde que había sido consciente de que la industria cosmética no tenía nada para sus arrugas lloraba desconsoladamente.

Voltera se tomó dos de las mías y yo le cogí pastillas de raíz de tubérculo tibetano, semilla de cardo africano y otra que llevaba algún extracto de testículo de algo. Regresamos a los pasillos, que ahora estaban más blancos, hasta llegar al plató. Allí, en torno a una mesa semicircular, estaban los otros tres contertulios. A dos de ellos no los conocía y al tercero me habría gustado no conocerlo. Pérez Voltera hizo las presentaciones.

–Aquí está mi amigo Arturo Rivadía, dinamitador poético, exegeta de la belleza, iconoclasta profesional – dijo.

-¿Ese soy yo? – pregunté desconcertado.

Pérez Voltera rió y todos se acercaron a dar manos y abrazos, con ese toque condescendiente y de “pobrecito” que se aplica a los locos. Plontiplosky, el poeta, psicomago y autor dramático peruano, me dijo tras abrazarme durante treinta segundos muy largos que percibía que mi karma estaba bien. Yo le dije que ya se lo comentaría a mi karma cuando lo viera.

De José Antonio de Peralada qué te voy a contar – me dijo Pérez Voltera.

Mejor no me cuentes nada – contesté yo, pues años atrás había mantenido con Peralada una encarnizada lucha epistolar en una hoja parroquial en torno a si la creación divina estaba detrás de seres tan infames como las ardillas. Y nos dimos fríamente la mano pero como la mía sudaba por los nervios no pude estar todo lo gélido que quería.

Este es Jacinto Mirapié, Marqués de la Turbia – me dijo Pérez Voltera.

Yo nunca había saludado a un marqués y cuando me puse rodilla en tierra todos corrieron a levantarme, como si me hubiera caído.

Estoy reverenciando, señores – les dije para aclarar la situación.

Plontiplosky río y me dijo que sí, mi karma estaba festivo y que luego me iba a echar el tarot. A mí no me gusta que nadie me eche nada pero por cortesía no se lo dije. Un tipo que vestía como un leñador y parecía tener mucha prisa gritó.

¡Fernando, a la mesa! ¡En tres minutos en el aire!

Voltera pidió agua y whisky para todos y nos sentamos. A un lado tenía a Peralada, lo que no me gustó y al otro a Plontiplosky, lo que me gustó menos.

–Oye, muy buenas tus pastillas – me dijo Voltera.

–Y las tuyas – le dije por cortesía.

Pronto el tipo del chaleco hizo una cuenta atrás y ya estábamos en emisión. Voltera comenzó a hacer las presentaciones. Cuando llegó mi turno la cámara me enfocó y sentí esa vergüenza ajena que se siente cuando hablan bien de uno, demasiado bien y no puedes abrir la boca para decir que la mitad o más es exageración, ni mirar fijamente a cámara ni nada. Así que tiré un boli al suelo y me puse a buscarlo para evitar el momento. Plontiplosky iba con sandalias. ¡En febrero!

–Parece que a Arturo se le ha perdido algo. Bien, cuando vuelva del suelo hablaremos en profundidad de su último libro.

Terminó la ronda de presentación, yo salí de debajo de la mesa y Pérez Voltera comenzó a hablar de mi libro y lo mostró a la cámara. El libro estaba lleno de papelitos de colores marcando páginas. ¿Tanto había que comentar sobre él? Si no eran más que un puñado de poemillas que había escrito un domingo en el que se me acabaron las pipas. Yo no iba a saber qué decir si me preguntaba.

–Arturo, ¿crees que este libro supone un hito en tu evolución poética?

¿Yo tenía evolución? No me había dado cuenta. Todos me miraban, una cámara me enfocaba. Y yo tenía que hablar sobre una evolución que me había pasado desapercibida.

– Si con las ventas consigo ponerme el gas ciudad sí, será una evolución – le dije – Estoy harto del butano.

Todos rieron, hasta Peralada. Los miré desconcertado. ¿De qué se reían? Seguro que ellos tenían calefacción central y no comprendían mi problema.

–Ese peculiar sentido del humor de Arturo. El amor es el gran protagonista de tu libro Le cantas mucho a una tal Ernestina. ¿Tu musa es real?

–Bueno... real, real… Toda musa tiene algo de…de musa. ¿No?

–¿Sabes lo que hacía yo con mi musa? – me preguntó Plontiplosky.

Yo no quería saberlo pero el hombre se lanzó a contármelo.

–Cortábamos la telita del bolsillo de mis pantalones para que ella metiera la mano en ellos y pudiera acceder a mi miembro. Y así paseábamos por toda Soria, ella con la mano en mi bolsillo, cogidos de mi polla enhiesta. Qué paseos.

No, yo no quería saberlo.

–Eso es una cochinada aparte de una chabacanería – dijo Peralada.

–Le veo a usted muy reprimido – le contestó Plontiplosky – Cuando termine el programa le voy a echar el tarot.

-¡A mí usted no me echa nada! – le replicó este y por una vez me sentí cercano a Peralada.

-Estábamos con tu libro – medió Pérez Voltera – Poesía desbordante. Poesía primigenia. Poesía a veces de inspiración religiosa. Tengo aquí señalados unos versos en los que hablas del Arca de Noe y dices que allí no había ardillas.

Peralada se movió inquieto en su silla.

–Sí – dije – Hay una evidencia abrumadora, de más del noventa por cien…

De pronto vi como en la otra ala de la mesa el marqués sacaba un cencerro y lo hacía sonar con ímpetu. Yo no tenía mucha experiencia en marqueses pero aquello me extrañó un poco. Pontiplosky río e hizo palmas, feliz como un niño. El rostro de Peralada, que cuando escuchaba tenía la expresión de quien ha olido una ventosidad ajena y cuando hablaba del que huele una propia, mostró asombro.

–¡Ha sonado la campana de Jacinto! – gritó Pérez Voltera– Esto sólo sucede cuando uno de los invitados comete un error ya sea léxico o gramatical. Yo me barrunto cuál ha sido pero mejor que nos lo explique él.

–Pues bien – dijo el marqués, muy contento por mi supuesto error – Nuestro invitado ha dicho “evidencia del más de noventa por cien”. Si es evidencia es del cien por cien. La evidencia no admite duda.

–Bien, bien – dijo Pérez Voltera. Jacinto siempre al quite con su campanilla.

–Perdonen – dije yo – Pero lo que es evidente, al cien por cien, es que lo que lleva el marqués es un cencerro.

Al marqués no le sentó muy bien aquello.

–Fernando, el poeta está siendo grosero –dijo dolido.

– A mí me enerva esta situación – dijo Peralada.

Y el marqués, como movido por un resorte, dio otro cencerrazo.

–Señor Peralada – dijo – “enervar” con el significado que usted pretende darle es un galicismo impropio de un escritor de su talla.

–La cincuenta por lo menos – calculó Pontiplosky.

–¡A mí nadie me toca el cencerro! – replicó Peralada.

– Lo que usted diga pero “enervar” significa debilitar en su origen – dijo el marqués –Y esto no es un cencerro, es una campanilla.

– O tal vez la talla cincuenta y dos – puntualizó Pontiplosky, que miraba fijamente la cintura de Peralada.

– Bien, volvamos a tu musa, Arturo, de cómo has empapado tus versos de nostalgia por ella – intentó reconducir Pérez Voltera.

– ¡Y si oigo replicar a ese cencerro de nuevo me voy! – amenazó Peralada al Marqués – ¡Y usted déjeme tranquilo! – le gritó a Pontiplosky que intentaba encontrar la etiqueta de los pantalones de Peralada para ver la talla.

Y al momento el Marqués le dio al badajo de nuevo y Pontiplosky saltó de contento.

–Señor Peralada – dijo el marqués – Las campanas replican cuando hay algo alegre que celebrar. En este caso, la hago sonar con tristeza por su incultura y habría que decir que doblan o clamorean.

E hizo cantar de nuevo al badajo.

–¡Qué karma, qué karma! – aulló feliz Pontiplosky.

Peralada saltó como un elefante de su silla e intentó arrebatarle el cencerro al marqués, que se defendió con una fuerza que no le suponía mientras Pontiplosky continuaba en su intento de averiguar la talla de pantalones de Peralada, para lo que había conseguido bajárselos. Pérez Voltera, impactado, abrió su maletín de pastillas y se puso a tragarlas de todos los colores. Yo me levanté discretamente y me fui hacia la salida. A mis espaldas sonaban cencerros, se oían gritos, insultos y carcajadas. Ay, si yo pudiera ser cuerdo como ellos.

Llegué a la salida. Igual otro día me llamaran para hablar más de mi libro. Y si no, del siguiente, si había otro. Tal vez no. Pero siempre podría recordar, como recordó Nietzsche en un destello de lucidez cuando ya estaba sumergido en las nieblas de la locura, que yo un día había escrito libros, libros muy bonitos.

Ya casi en la calle me cruce con la azafata de bellas nalgas. Se echó a un lado.


miércoles, mayo 12, 2010

Las posibilidades

Parece que los españoles hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades, o lo que es lo mismo, las posibilidades han estado viviendo por debajo de nosotros y todo esto sin que ni ellas ni nosotros nos diéramos cuenta. Es lamentable esta falta de comunicación entre la gente y sus posibilidades. Ya queda lejana la frase de aquel ex ministro : si la gente compra pisos es porque puede. Pues no, los comproba sin poder, pero no lo sabían y los que deberían saber no avisaban. Cosas que pasan.

Pero no sólo han tenido este problema los españoles. También “sus” bancos, que han dado créditos por encima de sus posibilidades y ahora los dan por debajo, que es lo mismo que no darlos.


Pero hay quien ha actuado según sus posibilidades. Por ejemplo, nuestros políticos. Los conocemos bien y sabíamos que no había posibilidad de que antepusieran el acuerdo a sus batallas por el poder. Y no lo han hecho. Están trabajando según sus posibilidades, que para nuestra desgracia son pocas.


Y hay otros que también actúan según sus posibilidades. Por ejemplo, los tertulianos de algunas cadenas de TDT, que continúan diciendo gilipolleces a la altura de sus posibilidades, que son muchas por cierto.

También está nuestro rey. Sabíamos que era posible que este hombre dijera que la sanidad pública está muy bien después de haber sido tratado en ella a cuerpo de idem. Era posible que lo dijera y lo ha dicho.


Y ahora las posibilidades vivirán por encima de nosotros y las miraremos desde nuestras vidas recortadas y pensaremos, ¿para cuándo un mundo en el que lo posible y lo realizable esté a la misma altura, aunque sea pequeñita?

jueves, mayo 06, 2010

escribir cansa (en serio)

Y en realidad escribí un cierto número de relatos, a intervalos de uno o dos meses, alguno bastante bonito y otros no. Descubrí entonces que uno se cansa cuando escribe algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo serio así, a la ligera, como quien escribe con una sola mano, como de pasada. No se puede salir del paso como si nada. Cuando uno escribe algo serio, se mete dentro se hunde hasta el fondo y, si tiene sentimientos muy fuertes que inquietan su corazón, si es muy feliz o muy infeliz por algún motivo, digamos terrenal, que no tiene nada que ver con lo que está escribiendo, entonces, si cuanto escribe es válido y digno de vivir, cualquier otro sentimiento se adormece en él. Uno no puede esperar conservar intacta y fresca su querida felicidad, o su querida infelicidad, todo se aleja y desaparece, y se queda solo con su página, no puede subsistir en uno ninguna felicidad y ninguna infelicidad que no esté estrechamente ligada a esa página, no posee nada más y no pertenece a otros, y si no le ocurre eso, entonces es señal de que su página no vale nada.


Natalia Ginzburg en "Las pequeñas virtudes", Ed. Acantilado"